Las agallas de El Greco




Doménikos Theotokópoulos (1541 – 1614) fue uno de los más grandes pintores del Manierismo. Su estilo sui géneris y adelantado a su época ha despertado el asombro y la admiración de muchos, entre ellos, Aldous Huxley, un gran escritor quien, intrigado por las pinturas del artista de origen griego, desarrolla una muy particular interpretación de su obra.

Por el callejón rojo.
Un pequeño enigma me viene entreteniendo desde hace ya unos años, desde que puede ver por primera vez una versión de “El sueño de Felipe II”, de El Greco.

Esta curiosa composición, conocida de los visitantes de El Escorial, representa, en la parte central del primer plano, al rey vestido y enguantado como un sepulturero, de negro, y arrodillado sobre un generoso cojín; detrás de él, a la izquierda, una corte de piadosos orantes – seglares unos, clérigos otros, pero todos manifiestamente devotos – contemplan un cielo lleno de ángeles danzarines, virtudes cardinales y personajes bíblicos que forman un círculo en torno a la Cruz y al luminoso monograma del Salvador. A la derecha, una inmensa ballena de gigantescos bocados mientras una numerosa concurrencia, posiblemente de condenados, se abalanza – no obstante todo lo que aprendimos en nuestra niñez sobre la anatomía de las ballenas – hacia su rojiza garganta.

Un cuadro curioso, insisto, aunque, como obra de arte, no especialmente bueno. Hay muchos Grecos bastante mejores, también de esa misma época de su vida. Sin embargo, y no obstante su mediocridad, es un cuadro por el que siento cierta debilidad. Me gusta porque, aunque pueda parecer extraño, me interesa el motivo que representa. Y éste me interesa precisamente porque no sé lo que significa. No lo sé ni quiero saberlo, de momento. La fruición de la ignorancia resulta especialmente intensa. Ante la misteriosa ballena, ante el rey sepulturero, el enjambre flotante de santos y el apresurado cortejo de pecadores puedo dar libre curso a las conjeturas y sumergirme en los placeres de la desconcertada ignorancia.

La interpretación que prefiero, entre todas las que se me han ocurrido, es la que sostiene que ese extraño cuadro fue pintado como una simbólica y profética autobiografía, que debía ilustrar, jeroglíficamente, todo el devenir posterior de su pintura, Porque esa ballena de la derecha, bisabuela de Moby Dick, con su enorme bostezo, su rojo gaznate y la multitud de réprobos descendiendo por él, como empleados de la banca a las seis de la tarde en la boca del metro; esa ballena, sostengo, es el motivo autobiográfico más relevante de todas sus primeras pinturas. Pues, ¿Hacia dónde se dirigen esos acuciados condenados? “Por el rojo callejón”, como decían nuestras niñeras cuando nos animaban a tragar las incomibles viandas de nuestra infancia. Por el rojo callejón, hacia un oscuro infierno de tripas; hacia ese profundo y espantoso universo, por el que, al parecer, el espíritu de El Greco se fue adentrando cada vez más a medida que envejecía, pues en su últimas obras cada uno de los personajes es un Jonás. Sí, cada uno. Y así es como “El sueño de Felipe II” puede entender como una visión torpemente profética, como un símbolo mutilado de lo que estaba por llegar.

Las fauces del cetáceo.
La ballena abre sus fauces sólo para los condenados. Si El Greco hubiera querido contar toda la verdad acerca de su propio devenir, habría sumado al cortejo de los engullidos a los bienaventurados o, al menos, les habría dado a sus santos y ángeles su propio monstruo, una celestial ballena, flotando boca abajo entre las nueves, con un segundo callejón rojo ascendiendo, recto y angosto, hacia un Cielo engullido.

El Paraíso y el Purgatorio, el Infierno y hasta la vil Tierra, todos los sectores del universo, aparecen en la madurez artística de El Greco como entrañas de la ballena. Sus Anunciaciones y Ascensiones, sus Agonías y Transfiguraciones, sus Crucifixiones, sus Martirios y Estigmatizaciones, son todos, sin excepción, hechos viscerales.

El cielo no es más ancho que el Agujero negro de Calcuta, y el mismo Dios ha sido engullido por la ballena. Los críticos han tratado de explicar la agorafobia pictórica de El Greco refiriéndola a su primigenia educación cretense. No hay espacio en sus cuadros, dicen, porque lo típico del arte de Bizancio, hogar espiritual de El Greco, es el mosaico y el mosaico no entiende de profundidad.

Una explicación plausible, cuyo único defecto radica en que apenas tiene fundamento. Por lo pronto, el mosaico bizantino no siempre carece de profundidad: los extraordinarios mosaicos del siglo VIII de la mezquita Omeya de Damasco, por ejemplo, tienen tanto aire y espacio como los paisajes impresionistas. Cierto es que se trata de excepciones.

Pero tampoco los mosaicos más comunes, más cerrados, tienen nada que ver con las pinturas de El Greco, pues lo santos y reyes bizantinos están enmascarados, o mejor dicho incrustados, en una especie de abstracción bidimensional, en un Cielo, áureo o azul, de planos geométricos, puramente euclidianos.

Su universo en nada se parece a esas entrañas de ballena en las que, misteriosamente, aparecen los personajes de El Greco. Su mundo no es plano; tiene profundidad, aunque poca. Y esto mismo es lo que lo hace tan inquietante. En su bidimensionalidad, los personajes de los mosaicos bizantinos están cómodos, adaptados al contexto. Pero, sólidos y tridimensionales, los seres de El Greco, nacidos para habitar un espacio ancho aparecen encerrados en un universo donde apenas hay sitio para desperezarse. Están encarcelados en la peor de las cárceles: en una cárcel visceral. Pues cuanto les rodea es orgánico, animal: nubes, rocas, ropajes, todo está misteriosamente transformado en materia mucosa, cartilaginosa y peritoneal. Y sus obras postreras transmiten la espeluznante impresión de que todos los personajes, humanos o divinos, están sometidos a una proceso digestivo, están siendo paulatinamente asimilados por un angosto paisaje de vísceras. Hasta en la Resurrección del Prado, la carne desnuda asume un extraño aspecto intestinal.

En el caso de los desnudos de Laocoonte (1610) y la Apertura del quinto sello (1608 – 1614) – ambos de su última época –, el proceso de digestión parece aún más avanzado. Tras ver cómo sus ropas y el paisaje circundante han sido paulatinamente transformados y peptonizados, los infortunados Jonases de Toledo descubren, para su espanto, que también ellos están siendo digeridos. Sus cuerpos, sus brazos y sus piernas, sus rostros y sus dedos, dejan de pertenecerles, dejan de ser humanos; se convierten, lenta pero inexorablemente, en parte del proceso digestivo de la Ballena Universal.

Y suerte tuvieron de que El Greco muriera cuando murió; otros 20 años más y la Trinidad, la Comunión de los Santos y toda la raza humana, se habrían visto reducidas a excrecencias imperceptiblemente pegadas a las paredes de un intestino cósmico. Los más afortunados acaso podrían haber aspirado a ser parásitos intestinales, tenias o trematodas.

El vientre de la ballena.
Por lo que a mí respecta, ¡Qué lástima que El Greco no viviera tanto como el viejo Tiziano! Con 80 o 90 años, habría llegado a producir un arte casi abstracto: un cubismo sin cubos, orgánico, puramente visceral. ¡Qué cuadros habría pintado! Bellos, apasionantes, profundamente aterradores; pues aterradores ya son los que pintó en la madurez de su vida; terribles, a pesar de su fuerza y de su belleza. Este universo engullido en el que nos introduce es una de las creaciones más inquietantes de la mente humana, y también una de las más desconcertantes. ¿Qué razones tenía El Greco para lanzar a la Humanidad por el “callejón rojo”? ¿Qué le indujo a sacar a Dios de su infinito Cielo para encerrarlo en el intestino de un cetáceo? Sólo cabe hacer conjeturas. De lo único que estoy seguro es de que la presencia de la ballena responde a motivos más profundos que a la mera evocación de los mosaicos – de los nada viscerales mosaicos – que pudo ver en su infancia cretense y en su juventud romana y veneciana.

Tampoco una supuesta enfermedad ocular puede, como han pretendido algunos, explicar ese extraño devenir artístico. Las enfermedades han de ser muy graves para llegar a confundirse con sus víctimas. Que las enfermedades influyen sobre los hombres es obvio; pero no lo es menos que, salvo cuando la enfermedad se agrava in extremis, los hombres son algo más que una suma de síntomas mórbidos. Es muy probable que El Greco tuviera alguna anomalía visual. Pero otras personas han tenido esa misma enfermedad sin pintar por ello cuadros como el Laocoonte o La apertura del quinto sello.

En sus cuadros aparecen el éxtasis y el anhelo divino, pero aparecen siempre atrapados en el vientre de la ballena. Parece estar hablando en todo momento de las raíces fisiológicas del éxtasis, y no de la flor espiritual; de los hechos corporales más elementales de la experiencia numinosa, y no de sus derivaciones mentales.

Para él, el hecho primario, fisiológico, de la experiencia religiosa es también el hecho definitivo. Nunca renuncia a esa conciencia visceral que nosotros ignoramos pero a la que nuestros antepasados atribuían gran parte de sus pensamientos y sentimientos.

El privilegio del ignorante.
El Greco vivió una época en la que la realidad de la conciencia visceral primaria aún estaba presente, cuando el corazón y el hígado, la vesícula biliar y las entrañas sentían por el hombre, y los cuatro humores – la briosa sangre, la flemática flema, la melancólica bilis negra y la iracunda bilis amarilla – determinaban su carácter y sus estados de ánimo. Hasta las experiencias más elevadas se consideraban hechos primariamente fisiológicos. Él se expresó mediante símbolos cristianos, es decir, unos símbolos habitualmente empleados para describir experiencias muy alejadas de esos estados fisiológicos en los que se recreó. El contraste entre esos símbolos y el particular uso que de ellos hace, este extraño contraste, es lo que confiere a sus cuadros esa cualidad especialmente turbadora. Pues los símbolos cristianos evocan, para nosotros, los espacios abiertos de la espiritualidad: la anchura de los sentimientos altruistas, los vastos paisajes del pensamiento abstracto, los amplios vuelos del éxtasis espiritual. Pero El Greco aprisiona todo esto: lo embute en un intestino de cetáceo. Esos símbolos que asociamos con los espacios abiertos del espíritu los constriñe y somete para usarlos como lenguaje con el que hablar de la cercana inmediatez de la conciencia visceral, del éxtasis que aniquila el alma del ser, no porque la disuelva en el universal infinito, sino porque la zambulle y hunde en la cálida, trémula y palpitante oscuridad del cuerpo.

Mi divagación me ha alejado no poco del rey sepulturero y su enigmática pesadilla de ballenas y Jonases. Pero estas fantasiosas conjeturas son el privilegio del ignorante. Cuando uno no sabe, es libre de inventar. Y he aprovechado la oportunidad que se me brindaba. Quizá, un día de éstos, descubriré lo que significa el cuadro, y cuando eso ocurra ya no tendré libertad para elucubrar. La crítica fantasiosa es, fundamentalmente, un arte de la ignorancia. Si desconocemos lo que un escritor o un artista trata de decir, podemos urdir nuestras propias interpretaciones. Si El Greco hubiera aclarado en algún lugar lo que pretendía transmitir con sus agujeros negros y sus mucosidades, yo no me sentiría autorizado a especular. Pero, afortunadamente, nunca lo hizo; de modo que puedo dar rienda suelta a mi fantasía.


Fuente: Revista Algarabía No.123.

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