De las naciones y el nacionalismo




Las revoluciones de 1848 marcaron el despertar de la conciencia nacional de distintos pueblos europeos. Ese año, alemanes, italianos y otros grupos sometidos a estados plurinacionales, como los imperios austriaco, ruso y otomano, iniciaron sus primeros pasos hacia la unidad y el establecimiento de sus respectivos estados nacionales. Aunque las experiencias revolucionarias de 1848 fracasaron, sus ideales y objetivos se afianzaron en la mentalidad de los pueblos con el paso de los años. Tras dos complejos procesos de unificación, Italia y Alemania lograron verse constituidos como entidades políticas independientes con los nombres de reino de Italia (1861) y de II Imperio Alemán (1871) respectivamente. Otros pueblos de Europa central que combatieron por su independencia nacional en 1848 fueron los polacos (cuyo territorio fue repartido entre Rusia, Alemania y Austria), los checos y los húngaros (súbditos ambos de la monarquía austriaca), y los pueblos cristianos de la península de los Balcanes que estaban bajo dominio del sultán del Imperio otomano. La historia de Europa entre 1878 y 1918 estuvo en gran parte determinada por las aspiraciones de los pueblos sin Estado para llegar a tenerlo, esquivando su sujeción a los imperios en los que estaban integrados políticamente. De forma muy concreta, la situación de todos los pueblos balcánicos englobados bajo el dominio otomano generó la denominada Cuestión Oriental, motor de gran número de conflictos que se perpetuaría durante el siglo XX.

A medida que crecía el interés europeo por África, las dificultades de sus gobiernos se incrementaban. Los franceses comenzaron la conquista de Argelia y Senegal a partir de 1830, pero la ocupación sistemática del África tropical no comenzó hasta la segunda mitad del siglo. Al penetrar al interior de África, ciudadanos y administradores europeos encontraron resistencia por parte de los pueblos dominantes y fueron bienvenidos por los pueblos subordinados que buscaban aliados o protectores. Desde 1880 a 1905, aproximadamente, buena parte de África fue dividida entre Bélgica, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia y Portugal. En 1876 el rey Leopoldo II de Bélgica estableció la Asociación Internacional del Congo, una compañía privada, para explorar y colonizar la región. Su principal agente en esta tarea fue sir Henry M. Stanley. En 1884 la intensa rivalidad de las potencias europeas, deseosas de conseguir más territorios africanos, y las mal definidas fronteras de sus diversas posesiones amenazaron las relaciones internacionales. Entonces se convocó una conferencia a la que las naciones de Europa, junto con Estados Unidos, enviaron delegados.

En la Conferencia de Berlín (1884-85) las potencias definieron sus zonas de influencia y establecieron reglas con vistas a la futura ocupación de la costa de África y para ordenar la navegación en los ríos Congo y Níger. Entre las importantes disposiciones del Acta de Berlín había una que obligaba a las potencias que adquirieran un nuevo territorio en África, o asumieran un protectorado sobre cualquier parte del continente, a notificarlo al resto de las potencias signatarias. Durante los quince años siguientes se negociaron numerosos tratados entre las naciones europeas para ejecutar y modificar las disposiciones de la conferencia. Gran Bretaña firmó en 1890 dos tratados de este tipo. El primero, con Alemania, demarcaba las zonas de influencia de las dos potencias en África. El segundo tratado, con Francia, reconocía los intereses británicos en la región comprendida entre el lago Chad y el río Niger y admitía la influencia francesa en el Sahara. Otros acuerdos, en especial los que firmaron Gran Bretaña e Italia en 1891, Francia y Alemania en 1894, y Gran Bretaña y Francia en 1899, clarificaron aún más las fronteras entre las posesiones africanas de Europa.

A mediados del siglo XIX, los poderes coloniales dominantes en Asia eran Gran Bretaña y Rusia. Los holandeses controlaban las Indias Orientales (la actual Indonesia) y el lucrativo comercio de especias que habían arrebatado a los portugueses; España gobernaba Filipinas y los franceses dominaban Indochina. Los portugueses, que habían sido los primeros en evitar a los turcos al navegar alrededor de África, habían perdido la mayor parte de sus fortalezas y posesiones. Asia fue desgarrada por la rivalidad entre las grandes potencias. En la India, por ejemplo, durante las guerras entre franceses y británicos del siglo XVIII, ambos bandos utilizaron soldados indios, conocidos como cipayos.

Tras derrotar a los franceses a finales del siglo XVIII, los británicos se expandieron por el subcontinente indio, se anexionaron algunos estados y ofrecieron protección a otros, hasta que en 1850 lo controlaron por entero. El descontento indio con la autoridad británica estalló en la Rebelión de los cipayos de 1857, conocida en la historiografía anglosajona como Rebelión india o Motín indio. Aunque fue reprimido sangrientamente, el motín provocó reformas que perpetuaron el control británico durante casi un siglo más.

Desde la India, los británicos avanzaron hacia Birmania (actual Myanmar) y la península de Malaca. Dos guerras anglo-birmanas (1824-1826 y 1852) le costaron a Birmania la pérdida de su litoral. Los británicos extendieron su protección sobre los estados musulmanes de la península Malaya y tomaron posesión directa de importantes centros comerciales de Singapur, Pinang y Malaca. Aunque Gran Bretaña también amenazó a Siam (actual Tailandia), el reino Thai cedió sus posesiones a varios estados de Malaca a fin de mantener su independencia.

Los franceses perdieron su territorio en la India, pero, a cambio, ganaron influencia en Indochina. Después de 1400 Vietnam se había dividido en dos países, pero fue reunificado en el siglo XIX por la dinastía sureña de Nguyen que se aprovechó de la ayuda militar francesa. Los Nguyen invadieron Camboya y Laos, pero su persecución de cristianos provocó que los franceses se anexionaran el sur y que el protectorado galo se extendiera sobre toda Camboya.

La expansión rusa en Asia superó ampliamente a la de los británicos en extensión y fue completada mucho antes. Ya en 1632 comerciantes rusos y cosacos habían alcanzado el Pacífico. Los soldados y los burócratas les siguieron, construyeron fuertes y recaudaron impuestos entre los pueblos nativos. Rusia avanzó hacia Turkestán en 1750 y se reafirmó en sus demandas sobre el Cáucaso en el año 1828.

De la nueva mujer.
La Segunda Revolución Industrial tuvo un enorme impacto en la posición de las mujeres dentro del mercado de la mano de obra. Durante el transcurso del siglo XIX surgieron controversias en torno al ”derecho de la mujer para trabajar”, ya que la mayoría de las organizaciones obreras y miembros de la sociedad pensaban que mejor debían estar en casa atendiendo los quehaceres, para que de esa forma se pudiera garantizar el bienestar moral y físico de las familias. A pesar de estas imposiciones machistas, las mujeres fueron ingresando al mundo laboral por la necesidad de mayores ingresos para la familia, ya que el sueldo del esposo muchas veces no alcanzaba, y era necesario que también ella trabajara para obtener más ingresos que les hicieran amena la vida.

La incorporación de la mujer al campo laboral no fue del todo fácil, ya que tuvo que vencer muchos obstáculos, como fue el machismo, la discriminación, el aceptar trabajos explotadores que otorgaban una paga miserable, la disponibilidad de empleos (ya que en estos tiempos se sufría un desempleo masivo debido a la introducción de las nuevas tecnologías de producción), etc. La mayoría de las mujeres que ingresaron en el mercado laboral, lo hicieron como secretarias, enfermeras, vendedoras al menudeo, oficinistas, etc. A pesar de estas nuevas oportunidades de trabajo, muchas mujeres no obtenían los ingresos suficientes para satisfacer sus necesidades, por lo que muchas de ellas se dedicaron a la prostitución.

Surgimiento de la sociedad de masas.
Los nuevos modelos de producción industrial, de consumo masivo y de organización obrera que identificaron a la 2° Revolución Industrial, fueron un aspecto de la nueva sociedad de masas que surgía en Europa tras 1870. Entre sus principales características se encuentran un ambiente urbano mayor y muy mejorado, nuevos modelos de estructuras sociales, educación y diversión masiva.

En la cima de la sociedad europea estaba la élite acaudalada que constituía el 5% de la población, pero que controlaba el 30 y el 40 % de la riqueza. Dicha élite decimonónica era una amalgama de la tradicional aristocracia terrateniente que había dominado a la sociedad europea por siglos y la opulenta clase media superior. Los aristócratas se conglutinaron con los industriales, banqueros y mercaderes de mayor éxito para formar una nueva élite. El crecimiento de los grandes negocios había creado a este grupo de ricos plutócratas, en tanto que los aristócratas invirtieron en acciones de empresas ferrocarrileras, de servicios públicos, en bonos del gobierno, etc.

Las clases medias consistían en una variedad de grupos. Bajo la clase media superior estaba un nivel intermedio que incluía a grupos tradicionales, como los profesionales de la abogacía, la medicina y el servicio civil, así como a los industriales y los mercaderes moderadamente acaudalados, ingenieros, arquitectos, contadores, químicos, etc. Una clase media inferior de pequeños tenderos, comerciantes, manufactureros y campesinos prósperos proporcionaban los bienes y servicios para las clases que estaban encima de ellos. Plantados entre la clase media inferior y las clases más bajas estaban varios grupos de trabajadores de “cuello blanco”. Las clases medias compartían un estilo de vida común, cuyos valores tendían a dominar a gran parte de la sociedad decimonónica.

Las clases bajas de la sociedad europea constituían el 80 % de la población europea, y entre ellos se encontraban campesinos propietarios, trabajadores agrícolas y aparceros, sobre todo de Europa Oriental.



Fuente: Jackson J. Spielvogel – Civilizaciones de Occidente Volumen B.

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