Julio Ángel Olivares Merino – La parada del oscuro. Capítulo 6

Estuvo tentada a retroceder con cada paso que hiló en dirección a aquella ventanilla de marco astillado, vestida de enredaderas descoloridas e invisibles besos de oscuridad. Un transparente, pero irreal bostezo de voces broncas y estremecedoras acompañó sus movimientos, como si las nubes, apretujadas en su lago de oscuridad en las alturas, estuviesen entonando una nana de sombras y pavor, anunciando la súbita aparición de algo horrible, tal y como ella temía.

Recordó el intenso color de los iris de su padre, el lento parpadeo de su expresión y su sonrisa de custodia. También recordó la intensidad del abrazo de su madre. ¿Dónde estaban ellos ahora?

Las voces siguieron hebradas al sigilo de la noche, oscura como la garganta de un bosque de pesadilla.

- Me acercaré a él y preguntaré. Con tranquilidad. Todo irá bien – se consoló a media voz.

Estaba escasamente a dos suspiros de la ventanilla cuando volvió a oír de aquellas alas oscuras y presintió el jadeo temible de los buitres. Se detuvo. Se volvió en redondo y contempló la silueta del tren. Se sorprendió al comprobar que éste se había convertido en una locomotora antigua de vapor, de sucios vagones sin brillo. Tembló. Las lágrimas del escalofrío rebosaron en sus pupilas. ¿Habría caído en algún agujero negro del tiempo? ¿Habría vuelto al pasado?

Suspiró el tren exhalando una columna de vapor del color de las algas resecas y pareció dispuesto a moverse. Fue entonces cuando desde la ventanilla de venta de billetes algo o alguien chisteó y comenzó a silbar una canción de cuna. Clía llevó su mirada de inmediato a la caseta de la estación, sintiendo la bofetada cálida y fétida de aquella melodía. Desasosegada, adivinó unos ojos de verdor apagado tras la bruma de aquel cristal de transparencia turbia.

- Señor – llamó la atención de la sombra.

El cristal quedó empañado por su propio vaho y, por momentos, dejó de contemplar aquella silueta al otro lado del cristal, pero, poco a poco, aquella mota de suspiro fue clareando, mientras ella palpaba la pared de la estación y el bordillo de la ventanilla, hasta volver a descubrir la figura enigmática.

- La primera puerta a la derecha – dijo la voz bronca desde el otro lado. Sus palabras se mezclaron con una nerviosa sucesión de suspiros y un constante palpar de dedos nacarados y fríos sobre la mesa de la caseta. Clía frotó el cristal hasta atraer algo más de transparencia a él. Sintió que el tren volvía a moverse sobre los rieles a sus espaldas. Mientras imaginaba su espectral desplazamiento entre la bruma asentada, distinguió, por fin, con absoluta claridad, las formas de la presencia tras aquel cristal. Era un hombre de estatura media, increíblemente delgado, de semblante pálido, sin cabello, con la frente llena de hilos ensangrentados, varias hebras en curso paralelo, formando geometrías de espanto, rombos y círculos, triángulos en torno a sus ojeras pronunciadas, sus pestañas ensalivadas y sus cejas canosas, como si sus ojos hubiesen sido cosidos a la piel de su faz. Sus pómulos estaban ensartados por varios alambres a modo de garfios de los que pendían extraños anillos con iniciales que el paso del tiempo había difuminado.

Clía advirtió, además, que aquel hombre no tenía orejas, si bien, de ambos lados de la cara le colgaban varias astillas y plumas quemadas. Todo su cuerpo estaba entrelazado por gruesos suspiros de cable cruzados ajustadamente a sus formas escuálidas, formando la cuadrícula de una celda. Tras los alambres se advertía la tela gris de un uniforme de solapas mugrientas, con una insignia tonalidad plata bordada a su pecho en la que se leía: “Talgasá, Servicio Permanente”.

El extraño le sonrió mientras ella se estremecía murmurando sinsentidos. ¿Era de veras aquella la estación de Talgasá?

Las mangas de aquella chaqueta le quedaban grandes, exageradamente holgadas, pero Clía logró vislumbrar el temblor de dos manos ambarinas, de muñecas huesudas, con las arrugas enguantadas de las patas de un ave y las uñas corvas de un pájaro de compañía.

Fue entonces cuando se fijó en los ojos del extraño, en el nervioso parpadeo de sus ascuas verdosas y entornadas.

- Se van cumpliendo las horas y ya no recuerdo el canto de bienvenida – dijo el hombre, tratando de incorporarse de aquella silla de espaldar desgarrado del que brotaba almidón y espuma sintética – aunque sí recuerdo el camino.

Se oyó un fugaz chirriar en la penumbra de la caseta y los diminutos ojos del hombre comenzaron a mirar de reojo desasosegadamente de un lado a otro, estremeciéndose, queriendo liberarse de los alambres anudados a su cuerpo. Se abrió la puertecita de un reloj de pared a sus espaldas y emanó una cadena sin cuco. Crujieron las poleas desesperadamente queriendo dar la hora, en campanadas.

- Le será más fácil si no lleva equipaje – miró su estuche de violín y pareció estremecerse –. Buena alma, señorita – le indicó, contemplándolo obsesivamente, mientras su iris de copo helado menguaban –. Sus pómulos parecieron henchirse y su rostro cobró cierta vivacidad. Suspiró ahogadamente –. Marche ahora – le dijo, apartando su vista del estuche, como si desease evitar una tentación –. Acuda a su cita y que sean ellos los que disfruten de su ofrenda. Hágalo o también usted será pájaro en jaula – y, así, finalmente, enmudeciendo, el extraño volvió a señalar aquel pasillo de rumores que se hilaba a un lado de la caseta, ahondado hasta un infinito de sombras.

Ella negó de inmediato con un seco movimiento de cabeza.

- ¿Por qué se empeñan en confundirme? ¿Qué pretendes con este juego macabro? Primero ese bufón y ahora usted, enjaulado y cadavérico. ¿Qué es este lugar? ¿Qué ha ocurrido con la realidad? Sólo deseo saber dónde estamos. No era éste mi destino. No es ésta la estación a la que debía de llegar.

- Buen sentido del humor señorita. O tal vez modestia – replicó la sombra –. Veo que es capaz de dudar aún.

Resistirse a su deseo no le hará bien. Recuerde esa invitación a la fama, a la gloria. Su beca y las primeras huellas de un futuro delicado al mástil de su violín, a sus acariciados silbos, sin lamentos. Usted aún tiene esa virtud y ha de demostrarlo. La esperábamos desde hace mucho tiempo – pausó mostrando una expresión quebradiza, como si, a pesar de la serenidad de sus palabras, él quisiese expresar un gemido de hondo pesar, como sí, en el fondo, adivinando aquel tenue desconsuelo, el jefe de estación estuviese previniéndola –.  Cruce el pasillo y aguarde el carruaje. No haga más preguntas. Deje de escuchar las melodías desafinadas de su temor – expresó mientras un harapo de sombra cubría lentamente su semblante, dejando sólo visibles finalmente aquellos labios llenos de heridas y saliva amarillenta que temblaron, como quisiesen decirle algo más. Entonces mostró una mueca de desolación indescriptible. La bruma volvió a motear el vidrio y el hombre se estremeció en la humeante sombra mientras Clía advertía la presencia de varias siluetas a sus espaldas.

- Dígame solamente dónde se hallan los demás pasajeros…– le pidió ella.

No obtuvo respuesta del otro lado del vidrio por lo que dio varios pasos atrás, contemplando el oscuro pasillo que, según le había indicado aquel hombre, debía cruzar para salir de la estación. Oyó el relinchar desbocado de caballos en un ajetreo mezclado con el sonido chirriante de unas ruedas en tropel.

Dubitativa, avanzó hacia la penumbra del corredor. Antes de adentrarse en él, volvió a mirar distraídamente a la caseta. El jefe de estación había desaparecido. Quedaba tan sólo un cartelito de brillo apagado y bordes quemados sobre el cristal en el que se podía leer, escrito en letras garabateada sobre un pliego de aristas a modo de pentagrama:

- Ella ha llegado. Compartamos su dulzura. Es la noche  de la salvación. El mundo volverá a vernos en sus parques como antaño y habrá música para siempre.

El tren volvió a moverse, envuelto en estambres de vapor que su vez revolotearon lúdicamente entre las almas de bruma del andén. Había varias siluetas, maniquíes escuálidos, frente a los vagones, con maletas de terciopelo e inmensas fundas oscuras de instrumentos musicales. Trajeadas, con bombín y pajarita, empapadas además en goterones débiles de lluvia, las siluetas agitaban con celeridad sus brazos.

En un instante, obedeciendo al estridente sonido de la bocina, todos subieron al tren y se fueron acomodando en los compartimientos.

- Billetes, por favor – solicitó una silueta pasajera que recorría los espacios fríos de los vagones, mostrando con orgullo a la noche el brillo de sus dientes de oro.

Poco después, dando marcha atrás, siguiendo el vuelo de los buitres que se fueron abriendo paso entre los terciopelos de la sombría noche, el tren salió del andén y a paso lento fue desapareciendo en la distancia.

- Ya vendrá otro tren – le dijo un susurro de noche a Clía –, no desesperes.

Con el corazón en un puño, ella se adentró en el pasillo en sombras.    


Fuente: Julio Ángel Olivares Merino – Terror, Editores Mexicanos Unidos, p. 59 – 63.

El 5° capítulo lo puedes leer en el siguiente enlace:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_24.html

El 7° capítulo lo tienes disponible en el siguiente link:

https://divinortv.blogspot.com/2020/10/julio-angel-olivares-merino-la-parada_26.html

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